Discurso para la ceremonia de graduación de la promoción 2010-2 de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Lima

Lima, 2 de julio de 2011
Doctor Óscar Quezada, Decano de la Facultad; Autoridades y colegas de la Universidad; Señores padres, familiares y amigos invitados; Estimada Promoción;
Luego de agradecer sinceramente la invitación para compartir este momento, quiero confesar que este discurso es un encargo que me honra y me confunde a la vez. Y lo hace porque, aún estando aquí ante ustedes como profesor de esta Facultad, hace escasos 5 años estuve en este mismo lugar como graduando. Por eso creo que lo que diré tendrá menos de racional y más de emotivo, por aquello de la nostalgia que me produce esta situación.
Créanme que se me ha hecho un mar de dificultades sentarme a escribir algunas ideas que puedan resultar mínimamente significativas para ustedes. Trataré de librar, entonces, una batalla contra los clichés que, sé de antemano, voy a perder; y es que parecen aflorar siempre, en momentos como estos, ideas similares
por su forma, pero a veces contradictorias, por la experiencia vital siempre única y particular de cada uno de nosotros. Hay un contexto emocional aquí conformado por muchos pequeños contextos de cada una de los presentes; cada uno guardará su propia versión de este momento marcado siempre por su carácter definitivo: terminar una etapa de la vida e iniciar otra.

Hoy sé que fui afortunado al elegir tan rápido qué carrera estudiar. Recuerdo una conversación en tercero de media, con otros amigos, donde empezábamos a ver que el momento de definir lo que haríamos el resto de nuestras vidas iba a llegar inexorablemente. Cuánta presión, por otro lado, eso de decidir qué ser por el resto de nuestra vidas. Casi un crimen, si nos ponemos a pensar. Tan jóvenes, sin haber vivido casi nada. Creyendo que los mayores problemas del mundo eran si una amiga no te había devuelto la llamada o si tu mejor amigo iba a ir contigo o no al estadio. Es un sistema sumamente injusto este de tener que tomar tan inmensa decisión a tan corta edad. Allí es donde, por cierto, la libertad y guía que te ofrece la familia suele ser definitoria para el éxito o fracaso de esta apuesta.
Como estudiante y también en mi experiencia docente he visto mucha gente llorar de impotencia y frustración por haber elegido una carrera de la que no sabían nada. Mis padres querían, siempre dicen buscando alguna justificación racional a su impotencia. También he visto de lo otro: de la gente que termina su carrera feliz, pero, que estoy seguro, en breve plazo experimentará el difícil síndrome de no saber qué sabe hacer de verdad y en qué puede
trabajar. Dudas que se irán despejando conforme empiecen a experimentar el mundo laboral, con sus rigores y competencias, y vayan constatando que esas cosas que aprendieron, a veces valorándolas bien, otras sin entender mucho de su sentido y función, les permitan crear y desarrollar respuestas e ideas innovadoras. Confirmarán pronto que saben más de lo que creen. Pero hay, para ello, que creer aún más en nosotros mismos y en nuestras posibilidades.
Vuelvo a esa conversación, en tercero de media, en el año 1996. Yo quiero ser periodista, dije convencido. Aún no sé por qué y el psicoanálisis tampoco ha sido de gran ayuda para develar ese misterio Sólo sabía que me encantaba escribir y que, aunque siempre fui poco disciplinado para la lectura, me encantaba consumir comunicación: escuchar música, ver películas, conversar. Dije Periodismo porque creía, con la poquísima información que tenía entonces, que de eso trataba la Comunicación. Luego, con los cursos que fui llevando y las cosas que fui leyendo y conociendo, me gustó desmentir ese atrevimiento inexacto para convencerme de que Comunicación significa, sobre todo, un sistema complejo y fa scinante. Es cierto que algunos tenemos ideas más bien románticas del mundo cuando optamos por una profesión y que la realidad, muchas veces, va sincerando sus partes menos bonitas. Pero nadie dijo que estudiar y hacer comunicación en el país fuera fácil, más cuando constatamos que ninguna otra carrera cobija tantas aristas distintas y distantes como la nuestra. Y esa es, en origen, parte de su riqueza y su dificultad. Es el costo que supone querer generar cambios.
En 1949, Wilbur Schram publicó una antología sobre los primeros estudios en Comunicación. Aunque muchos reconocen en Schram al padre fundador de esta nueva disciplina, fue él mismo quien dudó respecto de su utilidad. ¿Para qué crear un área de conocimiento autónomo para estudiar los fenómenos que, de modos diversos, empezaban a resolver otras áreas como la Psicología, las Ciencias Sociales o incluso la Matemática? Si bien el objeto de estudio sigue siendo hasta hoy ambiguo, sigue creciendo la necesidad y urgencia de entender la Comunicación como un cuerpo auténtico, que se nutre de todas las ciencias y materias para enriquecer su mirada, pero que ya tiene, por sobrados méritos, vida propia y trascendente, justificada bajo la siguiente idea: no hay experiencia vital que prescinda de la comunicación. Para dramatizar y simplificar al mismo tiempo diré lo siguiente: sin comunicación no hay vida y viceversa.
Creo que resultará curioso para muchos saber que el primer modelo de la Comunicación fue uno proveniente de la Matemática. Se le llamó Teoría de la Información y presentaba el fenómeno comunicativo como el acto consciente a través del cual un agente transmitía información a otro. Todos hemos escuchado y estudiado esa premisa de que hay un emisor que envía un mensaje a un receptor. Si en verdad la comunicación se redujera a ese acto consciente, sin embargo, el amor, por ejemplo, no existiría. Nadie elige ni su color de ojos o de su pelo, ni su olor natural, ni su altura corporal, y sin embargo todos esos son mensajes insustituibles para lograr la atracción. Todo comunica, con o sin consciencia. Parafraseando a Erich Fromm, sabemos que el deseo de fusión es el más poderoso que existe y el que sostiene a la familia, a la sociedad y a la raza humana.
La humanidad no podría existir sin amor y este no es nada sin comunicación. Menuda tarea, entonces, la de estudiarla, teorizarla, comprenderla y practicarla.
Qué duda cabe que si la sociedad fuera un cuerpo la comunicación sería su alma. Y esa alma es la que atraviesa todos los espacios físicos.
Qué duda cabe, también, sobre el estado enfermo y caótico de esa alma que tan poco algunos se esfuerzan en comprender. Hoy asistimos a una paradoja global donde sobra la información y escasea la comunicación. Un proceso de seria degradación cualitativa de los modos y formas como nos comunicamos, que llevan a muchos a malentender la comunicación como un recurso instrumental o una habilidad técnica y no como una posibilidad de mejorar la experiencia humana. Desde los conflictos más íntimos de las parejas hasta los más terroríficos de nuestras sociedades y sus culturas son productos directos de la incomunicación.

Zygmunt Bauman, sociólogo polaco de profusa y significativa producción intelectual, definió la modernidad que vivimos con una alegoría de lo líquido. Con este adjetivo propuso que la comunicación, hoy, aportaba a la sociedad un nuevo sentido, quizá menos positivo, del tiempo y las relaciones humanas. Sentido ligado a lo inestable, lo cambiante, lo efímero. En efecto, la velocidad de las comunicaciones gracias a los avances tecnológicos, han generado condiciones favorables para confundirnos a todos con la noción de que todo en la vida debe ser rápido, sobre todo el llamado éxito. Es por eso que vivimos inquietos frente al futuro, reacios a comprometernos en proyectos que demanden grandes tiempos o esfuerzos. Olvidamos,
tristemente, que las mejores cosas en la vida, aquellas que más disfrutamos, ocurren lentas. Que las relaciones, así como los grandes aprendizajes, son procesos, y como tales, configuran sus propios tiempos y espacios, que no podemos apurarlos como no apuramos los tiempos de cocción de una comida que luego disfrutaremos lentamente. Frente a esta confusa situación, por tanto, no quedan sino retos que son, sobre todo, los que como comunicadores debemos asumir.
El ensayista mexicano Octavio Paz, en su ensayo La llama doble, recalcó que todos los días oímos esta frase: nuestro siglo es el siglo de la comunicación. Es un lugar común decía el Premio Nobel- que, como todos, encierra un equívoco. Los medios modernos de transmisión de las noticias son prodigiosos; (pero) lo son mucho menos las formas en que usamos esos medios y la índole de las noticias e informaciones que se transmiten en ellos.
Un comunicador, por lo tanto, en una sociedad donde todos comunicamos y por eso creemos que comunicar es tarea fácil, tiene la gran misión de destacar de entre todos por su mirada preparada para mejorar el proceso. Ese es su más grande aporte a la sociedad: enriquecer la experiencia comunicativa de manera integral desde sus propias experticias: Un publicista a través de mensajes sinceros que impacten por su poder creativo para describir un producto; un periodista a partir de su cobertura comprensiva, plural y analítica de los hechos; un comunicador audiovisual gracias a su propuesta estética que nos permita expandir y profundizar nuestros horizontes sensibles; un comunicador para la empresa y el desarrollo siendo consciente de la necesidad de mejorar la calidad de vida de las
personas diseñando cambios al modo como se relacionan entre sí y con los procesos de su entorno.
La formación que aquí han recibido ha sido pensada para poder trascender en el tiempo. El sentido crítico es, quizá, el que mejor los defina. Y crítico no en un sentido inútil, obstruccionista, reactivo, sino, todo lo contrario, propositivo, profundo y bien intencionado.
Cuando leí algunos discursos de graduación me asusté al comprobar que casi todos ofrecían consejos muy sabios. Presumo que para decirlos tendría que seguirlos yo primero. Pero como yo no soy capaz ni de aconsejarme a mí mismo, prefiero ofrecer, más bien, cuatro ideas, para no salirme de esa tradición romántica, que podrán ustedes tomar, adaptar o desechar, conforme sus propios intereses y expectativas:
Primero: Siempre hay muchas cosas que aprender. Pensar que ya lo hemos aprendido todo no sólo es soberbio, sino también idiota. La velocidad de los cambios nos lleva a suponer que lo más valioso de la vida universitaria no son las experticias pragmáticas o habilidades concretas, pues rápidamente entran en desuso o se vuelven caducas, sino la actitud de aprender siempre. La convicción de preguntar y de valorar los saberes sin importar de dónde provengan. Constataremos que la sabiduría no es sólo la que leemos de los buenos libros, sino incluso de los malos. Que también viene de lo que escuchamos en una calle, de lo que vemos en una película, de lo que nos dirán nuestros hijos cuando los criemos.
Segundo: Olvidemos el miedo a equivocarnos. En un mundo tan lleno de incertidumbres, mal haríamos en creer que existen respuestas
para todo. Llenar formatos preestablecidos es fácil y aburrido, tomar el riesgo de llenar vacíos y espacios en blanco es lo que nos toca. Ello nos remite a una oportunidad de experimentar con la seguridad de que todo error será siempre un aprendizaje significativo. El error está muy desprestigiado por nuestro sistema educativo, sobre todo el escolar, y es, en mi breve experiencia, de las mejores herramientas para llegar al conocimiento. Si no valoramos nuestras derrotas no disfrutaremos plenamente nuestras victorias, pequeños y grandes logros.
Tercero: Entendamos la comunicación como una fuente de libertad. Para que sea una experiencia libertaria y no autoritaria, la comunicación debe ser un diálogo permanente y enriquecedor y no un monólogo propio. No hay peor comunicador que el que no consume comunicación, el que no mira, el que no busca, el que no pregunta, el que no escucha, el que no decide.
Finalmente les propongo nunca dejar de asombrarnos. Buscar la felicidad no supone un ejercicio utópico e inasible que nos hacen creer algunos. Es, sobre todo, una decisión personal. Asombrarnos de las cosas cotidianas es escapar al yugo de lo rutinario y lo convencional, y por eso, un primer acercamiento a la posibilidad de ser felices con las cosas que tenemos. Y un comunicador, si por algo destaca, es por su capacidad de asombrar y para ello es requisito ineludible asombrarse primero.
Nada de esto, por cierto, debe pensarse de forma aislada o reduccionista. Recordemos siempre que somos parte de una sociedad compleja cuyas mayores injusticias provienen de nuestra incapacidad de comunicar bien. En la medida en que somos partes de un todo, debemos estar permanentemente interesados en ese todo y en sus realidades.Hay que conocer a fondo esas realidades y valorarlas siempre, de lo contrario podríamos convertirnos en manipuladores o simples operarios.
Como escribió alguna vez Saramago: La comunicación dejará de ser una forma de comunión, es decir, de unión entre individuos, si se reduce al acto de enviar y recibir información. Esto que hemos estudiado es, en conclusión, una oportunidad para acercarnos y para aumentar nuestra calidad de personas. Ese será el impacto de nuestra profesión en todos los ámbitos en que trabajemos. Un poco pretencioso el reto, pero es, finalmente, el que un día felizmente elegimos.
Muchas felicidades para todos y saben que aquí seguiremos para seguir escuchando, dialogando, asombrándonos y aprendiendo.
Julio César Mateus.